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El Maestro: un caballero en la vida de Media Luna

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Cuando encontraron el cadáver, ya estaba en descomposición, casi irreconocible, allí, tirado sobre la cama, encerrado en el cuarto del hotel La Bombilla, con todas las ventanas cerradas. El espectáculo no podía ser más deprimente. Las cuencas de los ojos ya vacías, un brazo debajo del cuerpo, medio torcido, la boca semiabierta; de veras, nada agradable. Alguien dijo: «es el Maestro Dulcero». Al menos así lo contaba la gente, aunque la gente siempre exagera. El Maestro, así lo llamaban, siempre vestido de blanco, pulcro e impecable. Era un personaje singular, se comportaba como un caballero. Fue uno de esos seres dueños de una excepcional educación empírica, nunca alteró la voz, siempre ecuánime y decente, como diría mi abuela. Usaba un pequeño bigote, bien recortado. Su inteligencia e instrucción eran evidentes. Experto en ajedrez y damas, no había cómo ganarle. Trabajaba por turnos en la dulcería, se había ganado el título de maestro dulcero. Llegó a Media Luna un día, no recuerdo cuándo, pero en poco tiempo ya era conocido y apreciado por todo el mundo. Todo un personaje en los campeonatos diarios de damas que se celebraban en la barbería de Argelio. Allí, con Tin Vázquez, con El Policía y con otros muchos, celebraba sus partidas por la tarde, hasta que el barbero cerraba el negocio. El ajedrez era otra cosa. Muchas veces lo jugaba de noche, en el local del INDER y lo disfrutaba muchísimo. Enseñando a los más jóvenes invertía una buena parte de su tiempo, incluidos los muy jovencitos como yo, que apenas tenía 11 o 12 años por entonces. Era negro, alto, delgado, tal vez muy delgado. Le gustaba “el traguito”, aunque nunca fue un borracho. Fumaba con una boquilla que le hacía parecer más elegante y distinguido. Su tipo y sus hábitos lo convertían en un ser diferente en Media Luna. Como él no había nadie por estos parajes. Un buen día llegaron los taxis a Media Luna. Siempre creímos que los taxis eran para las grandes ciudades como París, Tokio o New York. En Media Luna se utilizaban las máquinas de alquiler, como la de Juan Antonio Conde, que empezó con un comando de la primera guerra mundial, con cadenas en las ruedas para no atascarse en los fangueros del pueblo; éste llegó a poseer un Buick del 55, por entonces una joya, todo un lujo. También estaba el auto de Aurelio Pérez (conocido por Bigote) era muy viejo, pero aún caminaba, la máquina de Castillo o la de Julio Pérez (La Panameña, como le decían). En esos carros se movía la gente, la gente que podía pagarlos, no era caro, pero el dinero estaba perdido, o “escondido”; el hecho es que no se le veía con frecuencia, cosas de la época. Pues llegaron los taxis, como iba diciendo, igual que en París, en Tokio o en New York. Unos Dodges muy modernos los parqueaban en el Parque Grande y se alquilaban por poco dinero; te llevaban hasta donde tú quisieras; ¡aquello fue el revuelo!, todo Media Luna quería montar en taxis. Al principio con pena, pero después... a lo bueno uno se acostumbra fácilmente. Entonces se reveló otra de las costumbres atípicas del Maestro. Los domingos, después de trabajar, alquilaba un taxi para dar vueltas por el pueblo, pero no una vuelta, no; toda una tarde dando vueltas y vueltas, y más vueltas. Desde la una de la tarde hasta ya entrada la noche. Con el brazo fuera de la ventanilla, la boquilla con el cigarro en la boca, su guayabera blanca y zapatos de dos tonos, ¡ah!, y saludando a todo el mundo. Todo un millonario. La historia se repetía domingo tras domingo, siempre por las tardes noches. Al principio lo criticaban; después, el pueblo se fue acostumbrando a aquellas excentricidades.

¡Cuántas veces, siendo tal vez un pobre niño, negro, limpiabotas, vería a los ricachones de entonces pasearse en sus lujosos carros de su pueblo natal! ¡Cuántas ganas tendría de montarse en un auto y pasear por su pueblo, cuando la discriminación, por su raza y por sus pobres ingresos, le prohibía darse aquel gusto! ¡Cuántos sueños lo alimentaban por entonces! ¿Se ha puesto usted a pensar cómo sueñan los niños? ¿Qué cosas sueñan? El Maestro se “desquitaba” los domingos por la tarde. Vestido de blanco y con sus zapatos de dos tonos, con su boquilla, en guayabera, con su brazo fuera de la ventanilla y saludando a los amigos. Los muchachos que nos beneficiamos con sus enseñanzas de ajedrez, nos sentíamos muy orgullosos de que el Maestro se paseara así. Entonces lo admirábamos más. Se trataba de una figura carismática y muy querida; lamentablemente su final fue triste, los “traguitos” lo alejaron de la familia y se fue a vivir a un hotel llamado La Bombilla, que parecía un hotel del oeste americano, sólo faltaban los vaqueros y el Tequila. Allí murió sin que se enterara persona alguna; lo encontraron en su habitación, dos días después. Fue un romántico, un bohemio que dejó un grato recuerdo a su paso por este pueblo, amigos, discípulos y anécdotas que contar. Hay quien se muere y al día siguiente nadie lo recuerda; esa no es la historia del Maestro. Fue alguien distinto, un hombre bueno al que recordaremos siempre. Esto es sólo una historia, no una despedida tardía de duelo, pero aún, en ocasiones, cuando me siento en el Parque Grande, me parece verlo montado en su taxi, saludándome, con su guayabera blanca y su cigarro en la boquilla.

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